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La historia de los deportes extremos se remonta a la Antigüedad. En coliseos y anfiteatros romanos, hombres de las más variadas procedencias y condiciones físicas se medían entre sí o enfrentaban a guerreros profesionales y bestias para determinar quién era el mejor. El ganador de una justa debía encarar en una segunda ronda a un nuevo luchador, sea por caso un oso o un gladiador entrenado, y así sucesivamente.1 Creemos que tal práctica reúne las condiciones del deporte extremo por el riesgo en que incurría el participante.

Hay claros antecedentes, asimismo, en las culturas prehispánicas. El juego de pelota se practicó en toda la región mesoamericana. Es verdad que la asociación entre este deporte y el sacrificio humano aparece más bien tarde en el registro arqueológico.2 Sin embargo, la evidencia que establece una relación directa entre ambas tradiciones se ha acumulado hasta volverse irrebatible. La historia de los deportes extremos no puede obviar este hecho.

 

La alta Edad Media europea marcará una disminución en los niveles de riesgo. El peligro máximo seguía presente: las peleas generales o mêlées de los grandes torneos, en las que dos nutridos equipos de caballeros se enfrentaban, tenía una de sus posibles consecuencias en la pérdida de vida. Asimismo, es célebre el ejemplo de Enrique II de Francia, quien cerró los ojos cuando la lanza contraria atravesó su visor, se hizo añicos y un fragmento penetró su órbita ocular derecha mientras otro se internaba sien adentro.3 El problema de la muerte permanecía, ciertamente, aunque ahora era una posibilidad más y en tal sentido un factor de expectación. A ello —al control de riesgos— podría atribuirse el que los concursantes participaran de forma voluntaria.

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